Milagro del Buen Nombre

Ilustración Roy Batty: Marta Deer

Nombrar tiene algo de místico. Un algo divino. Vaya por delante que una es atea, a la manera de Buñuel; en mi caso, por gracia del colegio de monjas. No debería pues hablar de milagro, o no en el sentido de la primera acepción del término, pero sí considero que lo es el acto de alumbrar el nombre largamente buscado; ese clic, ese momento tiene algo de maravilla, de prodigio. Un eureka inesperado -que muchas veces sorprende en duermevela, fregando o en la canceladora del metro- que engancha y fascina.

He visto cosas que no creeríais… Columnas enderezarse más allá de 90º. He visto ojos brillar en la oscuridad de la sala que exige el proyector… Pechos ensanchándose, guiños cómplices y sonrisas plenas donde poco antes había un mohín suspicaz o una mueca crispada. Reunirse con clientes escépticos o emprendedores desesperados que ya han visto la carita a su criatura pero aún no pueden llamarla; reunirse, decía, y ver el milagro que opera en ellos “el Buen Nombre” es algo impagable.

He trabajado como diseñadora gráfica dos décadas, sobre todo creando identidades corporativas para clientes o emprendedores que a veces me encargaban aquellas a partir de un nombre francamente malo, creado en brainstorming improvisado una tarde de sábado con amigos y unas cervezas…

Así que me encontré a menudo ocupándome de esta tarea, a pesar de no tener formación al respecto, ni plena consciencia de que ésta era una profesión por derecho propio. Creé mi primer nombre, Buroplanet, en 2007. Empecé a formarme. Seguí trabajando como diseñadora, constatando cada vez que creaba un nuevo nombre que nombrar era lo que más disfrutaba de cada proyecto.

Y llega el momento epifanía total, cuando cae en mis manos el libro “El Nombre de las Cosas”, de Fernando Beltrán, poeta y padre del naming en este país, al que admiro profundamente. Caigo rendida ante él y la profesión, reafirmándome en que es la actividad a la que quiero dedicarme de por vida. Y en ello estoy.